España es uno de los grandes huertos de Europa. Cada día, más de 15.000 camiones cruzan nuestras fronteras cargados de frutas, hortalizas, aceite y vino. Solo en 2024, las exportaciones agroalimentarias superaron los 70.000 millones de euros, un nuevo récord histórico (Ministerio de Agricultura, 2025).
Productos que representan la esencia de nuestro país: sol, esfuerzo y una tierra que aún produce como pocas.
Y, sin embargo, dentro de nuestras propias fronteras, el campo sigue sintiéndose solo. Exportamos vida, pero importamos indiferencia. Hay una clara crisis del campo español.
Detrás de esos récords hay otra realidad:
– En la última década han desaparecido más de 60.000 explotaciones agrícolas familiares (INE, 2024).
– El ingreso medio agrario cayó un 8,3 % en 2023 por el aumento de costes y la sequía (COAG, 2024).
– El precio percibido por el productor apenas representa el 25–30 % del precio final en el supermercado (Ministerio de Agricultura, 2025).
Miles de agricultores trabajan por debajo del precio justo, atrapados entre intermediarios, sequías, burocracia y mercados que pagan tarde y mal.
Mientras tanto, en las ciudades, los lineales se llenan, los precios suben y el origen pasa desapercibido. Detrás de cada kilo de naranjas, de cada botella de aceite o de cada caja de tomates hay una historia de madrugones, facturas, incertidumbre y fe.
Porque el campo no es solo economía, es cultura, territorio y sostenibilidad.
Y cada vez que se apaga una finca o un productor abandona, no solo se pierde una empresa: se pierde parte de lo que somos, y se genera crisis del campo español
España sigue exportando vida —productos que alimentan a millones de personas—, pero el país que los produce sigue importando silencio, olvido y falta de apoyo real.
La pregunta es simple:
¿De qué sirve liderar las exportaciones si seguimos dejando morir a quienes las hacen posibles?







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